domingo, 31 de enero de 2021

Arcoíris grises.

Dicen que al igual que el arcoíris aparece tras una tarde lluviosa, la alegría reaparece tras la tristeza.
Si esa frase es cierta, supongo que yo continúo en una tarde lluviosa constante. Esperando a que aparezca el arcoíris. Mi arcoíris. 
Pero lo único que contemplo en el horizonte son arcoíris sin colores, sin alegría. Liderados por una escala de grises cromáticos. De más claros a más oscuros. Grises foscos como la propia noche y grises diáfanos como el cristal. 

No encuentro el momento de salir de la tempestad y afrontar la calma que ésta deja. ¿Para qué? Es un bucle absurdo. Tras unos instantes de calma, aparecerá otra tempestad que afrontar.
Llevo más de lo que nunca quise sin ver esos colores que predominan en los arcoíris. Sin sentir la alegría y energía que esos lúcidos colores emanan. Sin percibir en la esencia del viento otra cosa que no sea ese místico y a la vez común olor a "tierra" antes de la tormenta. Un perfume almizclado, fresco, húmedo y por norma general agradable que se impregna en la atmósfera en ese instante previo al desencadenamiento de un aguacero.
Como he mencionado anteriormente, tan solo veo grises. Quizás sea porque me falta algo para obtener esa felicidad que no acabo de hallar. No me puedo quejar mucho de lo que tengo, pero siento que me falta algo. Siento que soy un viejo puzzle que nunca podrá completarse porque una vez alguien perdió una de mis piezas. Para siempre.
Lo que más impotencia me da es esa sensación de saber donde encontrar esa pieza. Pero a la vez, tener conciencia de no depender de mí el volver a poseerla. 

Es más rebuscado de lo que parece. La impotencia que causa el conocer lo que me falta pero no poder conseguirlo. Probar con otras piezas que al final siempre acaban siendo deficientes. No encajan. No encajan conmigo. O yo no encajo con ellas.

Mis arcoíris son grises, pero en el fondo de la más grisácea oscuridad, sé que algún día encontraré esa pequeña parte de mí que una vez perdí por incompetente.



viernes, 8 de enero de 2021

Microrrelato: El caso de Alma Kollár.

Era una tarde de invierno cualquiera en Bratislava (Eslovaquia). Los copos de nieve descendían de una manera parsimoniosa.

Alma, la hija de Ján Kollár, un conocido escritor del país, era una apasionada de la escritura, al igual que su padre. Tan solo pensaba en corretear y pintar con su nombre todas las paredes de la ciudad, era uno de los objetivos que se había prometido cumplir antes de crecer y convertirse en adulta. Su padre siempre le repetía las mismas palabras: “Alma, debes tener objetivos más profundos en esta vida”.

Aquella tarde, se le hizo pesada a la pequeña. Acabó accediendo a una de las callejas menos transitadas de su barrio. Un escaparate, que aparentaba haber salido de un circo, se hacía notar en las angostas calles que la rodeaban.

Alma, muy inocentemente tras plasmar su sello personal, en una de las paredes, se volteó al escaparate y quedó totalmente perpleja tras lo que acababa de ver. ¡Era ella misma pero en versión muñeca!

A Alma, le recorrió un escalofrío, quizás de excitación, al percatarse de tal hecho. Acudió apresuradamente a hundir sus mejillas en el reluciente y a la vez tétrico escaparate para admirar más de cerca la muñeca que la observaba con una mirada vacía y apática.

La curiosa niña, terminó por culminar su entrada a la tienda arrojando al suelo otro muñeco que iba en un triciclo rojo. La muchacha, se detuvo a amparar el juguete, que pareció por un momento tratar de huir de tal local, aunque a ésta, poco le pareció importar, ya que toda su atención iba enfocada en encontrar a esa misteriosa muñeca.

No pareció por ningún momento que hubiera nadie, eso la inquietó poco. Miró hacia los lados y perdió de vista su clon en versión muñeca, pero no tardó en volver a encontrarla. Estaba en un estante.

Alma comenzó a escalar por el estante. No logró alcanzar a la muñeca en su primer intento. Ya se intuía que si no se daba prisa, esa pequeña hazaña iba a convertirse finalmente en una Odisea. 

El estante estaba formado por una docena de baldas en la que cada una de ellas se encontraba totalmente infestada por decenas de muñecos. Muchos de ellos incluso comenzaron a parecerle rostros conocidos a la joven...

Pero Alma continuó en su empeñó. No sabía por qué, pero necesitaba tocarla, sentirla con las yemas de sus pequeños y rechonchos dedos. Clavó su mirada una vez más en esa curiosa muñeca, en esa que tanta similitud tenía con ella. La muñeca continuaba en su sitio, esta vez no iba a perderla de vista. No lo permitiría. Cogió una butaca y la puso en la mesa de costura. Se subió en ella y se abalanzó hacia el estante clavando sus rodillas en la cara de uno de lo muñecos que se situaban en las baldas. El resto de muñecos parecían mirarse entre sí como si se preguntaran que era lo que estaba haciendo la pequeña.

La chiquilla, se abalanzó hasta la última balda y clavó de nuevo sus rodillas en la cara de otro muñeco. Suspiró e inclinó su cabeza hacia arriba. Estaba muy cerca. Incluso si estiraba del todo el brazo, podría llegar a tocarla. Y así lo hizo... estiró lo más que pudo su brazo derecho y por unos momentos, pareció rozarla. Entonces en ese momento, un silencio sepulcral se adueñó de la habitación. Alma no podía moverse. Trató de girarse sobre sí misma, pero solo quedo en lo que se temía, en un pobre intento. Se había convertido en la muñeca que con tanta ansía quiso alcanzar. El sosiego gobernaba ese lúgubre lugar. 

Una respiración nerviosa se apoderó de ella. A Alma le invadió el pánico, pero no podía hacer nada ya. Solo le quedaba esperar. Admirar. Posiblemente, sería la muñeca que siempre quiso alcanzar. Se había convertido en una muñeca más. Para siempre. Como el resto de muñecos que habitaban en ese maldito estante.