No puedes irte a ninguna parte, pero la persona que una vez fuiste, empieza a desvanecerse. Tan sólo me queda decirle adiós. De una forma fría como el rocío en las noches de invierno. Fría como tú.
Aún puedo ver a través de mi ventana tu silueta diáfana, apunto de atravesar el más allá, vagando por un bosque lóbrego donde el suelo se encuentra alfombrado por agujas de pino ya secas. Caminas por lo yerto. Por alguna razón te habías muerto dentro de mí, siendo yo incapaz de hacer nada para remediarlo.
Prácticamente habías fallecido en mis manos.
Hice lo imposible por subsanar mis temores. No hubo solución ante semejante ecuación. Mi cabeza no era capaz de calcular el daño irreparable que íbamos a causarnos. De todos modos, lo intenté. Pero nada.
Cogí aire y me sumergí en mis pensamientos. Tratando de buscar y encontrar una forma en la que revivirte. En la que revivir a la persona que una vez fuiste.
Solo encontré un vacío colosal.
Finalmente, tuve que conformarme con aquellos lejanos recuerdos que guardaba a tu lado, para poco después ahogarme junto a ellos.
No pude hacerte regresar. Por eso, desde entonces, yazco aquí, junto a tu silueta. Una silueta traslúcida y casi fantasmagórica.
Es lo único que me queda de ti. El molde de lo que una vez fuiste. Porque ahora, soy incapaz de reconocerte. No sé quién eres.
Temo no saber quien eres, pero aún más, no poder recordarte.
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