Izando velas. Así me encontraba hace unos meses. Tomando un rumbo más ligero y dinámico en mi periplo. La inmensa versatilidad del mar, de mi propio océano, daba lugar a un espectáculo de un constante vaivén de olas chocando contra el casco del velero.
Una vez izadas las velas, el velero se abrió camino entre las aguas de ese inmenso océano. El cielo estaba cubierto por una calima profunda dejando el horizonte menos nítido de lo habitual.
Cuando quise darme cuenta, me situaba en alta mar. Navegando sin rumbo pero a una velocidad endiablada. Las gotas que se esparcían por la pequeña cubierta tras romper las olas contra el casco del velero también parecían deslizarse sin rumbo alguno. Al igual que yo.
El tiempo no aparentaba pasar deprisa. Algunos días veía la luna asomarse de vez en cuando entre la penumbra, pero no lograba averiguar en qué fase lunar se encontraba nunca. Tan solo captaba el brillo de ésta en las calmadas aguas de ese tenebroso océano al oscurecer.
Por unos instantes, me paré a pensar en lo diferente que habría sido esta odisea con grumetes, tripulantes y demás ayudantes. Lo distinto que se vería todo con algo que no fuera tan solo agua y agua y más agua a mi alrededor.
Estar tanto tiempo en soledad no me hacía demasiado bien. Da mucho que pensar. Es una sensación de agobio y pesadez. De melancolía y tristeza. De indiferencia y soledad. Sobretodo de soledad.
Y es que lo que no sabía era que estaba surcando un mar de pensamientos. Mi propio mar de pensamientos. Lo estaba haciendo solo. Sin retorno.
Que está muy bien navegar en soledad. Aventurarte en tu mar de pensamientos y llegar hasta lo más lejos. Pero recuerda volver. Porque si no recuerdas el camino de vuelta, tu propio mar de pensamientos puede envolverte hasta el punto en el que ya no puedes salir de ese bucle. De ese océano. Como me ha pasado a mí. Convirtiéndome en otro náufrago más de sus propios pensamientos.